Hace un año. Un año ya. Y sigo mirándote asombrada. Estás aquí. Eres mía. Soy madre. Tú me has hecho madre. Eres mi hija. Ofelia.
Un año para escribir este relato de parto. Está vivo. Como tú. Su única constante es el cambio. Voy añadiendo, restando. Sobre todo, modificando. Emergen nuevos recuerdos, otros se difuminan. Pero siempre permanecen las sensaciones. Y cada vez que vuelvo a él, afloran exactamente de la misma manera que la vez anterior. Y la anterior. Y la anterior. Trato de capturar la totalidad, dejándome llevar por el desorden de las memorias. Deseo aportar linealidad a la magia reminiscente que subyace siempre. Quiero que las palabras que escriba tengan la facultad de transmitir todo el sentido de tu nacimiento. Pero temo que no estén a la altura. Cómo dar forma a lo etéreo. Es algo que escapa a mi capacidad.
Solo me queda sumergirme una vez más. Navegar a través de las huellas que se quedaron. Y emerger nuevamente. Como cada vez. Verás, te mostraré cómo lo hago. Cuando era niña jugaba a hacer fotos con mis ojos. Miraba algo fijamente, cerraba los párpados fuerte y me quedaba un rato apretando. Creía que si conseguía seguir viendo entre nebulosas de colores la imagen que hacía un instante había distinguido de forma nítida, lograría entonces fijarla para siempre en mi memoria.
La noche en que naciste mantuve los ojos cerrados mucho tiempo. Ver me resultaba redundante. Quizá por eso el recuerdo permanece desdibujándose entre brumas, pero en mis ojos quedaron hechas algunas fotos, escasas instantáneas. Lo que ellas me aportan es, de momento, suficiente. Porque aunque tu nacimiento quede más y más lejos, menos nítido, más velado, lo que no vi lo oí, lo olí, lo saboreé y lo toqué. Todo lo que no es una imagen hoy, es un sentir. Un sentir cuyas propiedades para emocionar se mantienen intangibles.
Mi vida, cada día te saco fotos con los ojos, tratando de recordar cómo fuiste ayer, porque hoy ya eres distinta. Y, de vez en cuando, me quedo con ellos cerrados, para revivir la noche en que todo cambió.
Este es mi relato de parto. La crónica de tu nacimiento como hija y del mío como madre.
No sé con exactitud en qué momento se desencadenó el parto, puesto que llevaba días sintiendo que sucedían… cosas. Precisamente durante aquellas jornadas experimenté el tiempo de otro modo. Como si pasaran ante mí, sucediéndose, los amaneceres y seguidamente los atardeceres, mientras yo permanecía inerte dejando que todo lo que acontecía en ese lapso me traspasara. El calor del sol, el frescor de la brisa, la abundancia de la comida, la saciedad del agua, la mundanidad más sencilla, que al tiempo, se mostraba ante mí como algo ciertamente celestial. Todo fluía mientras yo permanecía tranquila.
Me había formado mucho en torno al proceso del parto a lo largo de todo el embarazo. Leí muchos libros y artículos, vi documentales y películas, hablé con referentes. Me sentía llena de información valiosa. Quizá por eso, en aquellos últimos días sentí ese remanso de paz, la serenidad que sigue al asentamiento de la sabiduría bien adquirida. Al fin, sentía que estaba lista y me acompañaba la certeza de que te pariría como yo siempre había deseado. En casa, junto a tu padre y nuestras parteras. Y que nuestro parto emanaría paz y mucho amor.
Llevaba varios días sintiéndote de diferentes maneras. Despertando de madrugada, notando el tránsito de nuevas sensaciones físicas, apreciando la ausencia de otras que se habían convertido en mi hogar durante tantas semanas. Sutilezas que iban y venían, dejando siempre cierto poso del que yo tomaba nota con detalle, tratando de dilucidar si aquella última sensación sería la primera de un nuevo viaje que pronto nos tocaría transitar. Comencé a escribir un diario para tomar nota de lo que hacía en los que sabía serían los últimos días de mi vida, tal y como la conocía hasta entonces, y me preguntaba entre qué triviales tareas me pillaría el inicio del trance.
Fue el sábado 8 de mayo. Digamos que entonces empezó todo. Era un día caluroso y soleado. Salí a pasear por la mañana y al mediodía nos fuimos a comer a un merendero a las afueras de Gijón. En la sobremesa recibí un mensaje de Cristina, nuestra comadrona. Acababa de nacer otro bebé que esperaban para la misma fecha que tú y me contaba que quedaba ya liberada, a nuestra entera disposición, a tu espera. Sonreí y respiré tranquila. Cristina, y su compañera, nuestra doula Carmen, quedaban en guardia por y para nosotras. Nuestro parto podía comenzar ya. Aquel día fue el primero en el que no me atreví a hacer el camino de vuelta a Gijón andando. Sentía que el parto era inminente y no quería que comenzara en un lugar del que me costaría regresar y en el que sentiría estar lejos de mi hogar. Le pedí a Edu, tu padre, que me viniera a recoger. Sentía una necesidad acuciante de estar a su lado, de recogerme junto a él. Quería que me cuidara, que me mimara, así que volvimos a casa, expectantes. Para mi sorpresa, aquella noche fue una de las más tranquilas que había pasado en las últimas semanas, lo que me permitió amanecer con energías renovadas. Me sentía como una mar en calma, un remanso de paz, antes de la llegada de una marejada.
Bajé a la playa, y me di un baño en el mar, el primero de la temporada, acompañada de tu padre. Y, efectivamente, allí estaba la mar, en calma, en marea alta, rebosante de agua cristalina y fría, que se acercaba y alejaba rítmicamente de la arena seca, dibujando una orilla caprichosamente desigual. Apenas había nadie y tras un chapuzón nos sentamos un rato al sol para entrar en calor y conversar. Luego paseamos y nos comimos un helado.
Con la tarde regresó esa necesidad de querer recogerme de nuevo, de acurrucarme. Una vez en casa, nuevas impresiones. Esta vez, el apuro de preparar nuestro nido. De disponer cerca de cuanto era necesario para tu llegada. Acabé agotada tras varias horas en silencio, acondicionando todo cuando había a mí alrededor, así que decidí sentarme un rato en la butaca de lectura de mi abuela, junto a las ventanas del mirador. Titán, uno de nuestro perros, se subió a mi regazo y estuvimos obsequiándonos mutuamente con mimos durante un buen rato.
Empezaba a sentir algunas contracciones y decidimos salir a pasear. Estirar las piernas, respirar aire fresco y alargar la mirada hasta el horizonte no podía hacernos ningún mal. Caminamos por el paseo de la playa con calma, conversando y contemplando el atardecer. La marea estaba ya baja, la orilla se había desplazado más lejos y ahora se mecía donde horas antes la profundidad del agua no permitía penetrar la luz del sol. Había un ambiente quedo, contenido, cálido y amenazante de lluvia.
Nos recuerdo observando cómo la luz del atardecer revotaba en los edificios y se proyectaba sobre la arena mojada que el retroceso del mar había dejado sobre la playa. Estábamos casi solos en nuestro ir y venir, paseando paralelos a la línea del horizonte, observando aquella bajamar, cíclica, que había regresado puntual como una balsa de agua en calma, sirviendo de superficie a los reflejos del atardecer, interrumpidos solo por la esponjosa espuma blanca que se mecía en los límites de la orilla, al tiempo que, poco a poco, las olas llegaban también a mí.
Al principio las saboreaba según caminábamos, pero pronto empecé a sentir la necesidad de parar, de sostenerme en la barandilla de la playa, y paladear el cada vez más acuciante protagonismo de aquel oleaje, sintiendo el abismo más y más profundo del que emanaban sus olas y acompañándolas hasta la superficie donde se desdibujaban. Mientras esto sucedía, observaba, asomada, el horizonte frente a mí.
Te sentía, me sentía, y seguíamos con nuestro camino, hasta que nos empezamos a percatar de que las contracciones lejos de desaparecer, comenzaban a ser cada vez más regulares.
Decidimos regresar y llegamos a casa cuando caía la noche.
Aquella madrugada, mientras el oleaje del mar volvía a acercarse a la ciudad, nuestras olas tomaban también el protagonismo. Comencé a sentir calor, ganas de desnudarme y necesidad de encogerme con cada nueva sensación. Apenas había duda. Las sensaciones se convirtieron ya en certezas. Estaba segura de que no había vuelta atrás. Esa noche era nuestra noche. El domingo 9 de mayo habías decidido que era el momento de nacer y empezábamos, juntas, a transitar ese camino que nos llevaría a conocerte. Tu llegada era cercana y aunque estábamos preparados, la intensidad y rapidez con la que se desenvolvió tu nacimiento no dejó de sorprendernos. Pretendíamos ducharnos, cenar, ver una película… vivir nuestros pequeños rituales de dos por última vez. La inocencia. No nos dio tiempo a nada más que a comenzar a navegar juntos cada momento, según se sucedían, uno tras otro, y a transitar lo que cada instante nos traía.
Las sensaciones físicas empezaron a ser cada vez más seguidas e intensas y ya no nos abandonarían hasta la mañana siguiente. Al tiempo, las sensaciones mentales empezaron a desvanecerse. Cada ola me adentraba en una profundidad conocida y a la vez extraña, lejos de la razón. Y cada descanso entre contracciones, diminuto, no daba espacio al tiempo que yo necesitaba para poder viajar de vuelta a la superficie de los sentidos.
Era el momento. Bajar persianas, abrir el grifo de agua caliente, morder cojines, gemir, entrever las luces tenuemente encendidas que había preparado tu padre para crear un ambiente acogedor, colgarme ¿de dónde? ¡aquí mismo, del toallero!, sentir el frío del suelo en las plantas de mis pies, necesitar ponerme de puntillas, girar a agarrarme del marco de la puerta, agua en la frente, ahora la noto también en la nuca, toallas en el suelo, ir, volver, ir, volver, ir, ir, marchar, partir lejos, lejos de aquellas pequeñas percepciones que aún penetraban en mi mente.
Pasaban las horas y ya nos daba igual tomar nota del compás de las olas. En el fondo, yo estaba un poco contrariada porque no hubieran seguido un ritmo, frecuencia e intensidad que en teoría tendrían, tratándose especialmente de mi primer parto, donde se suponía que íbamos a tener tiempo de sobra para atisbar lo que se nos venía encima. Pero, pensándolo ahora, ¿para qué esperar más? ¿por qué querer alargar el proceso? Ya estaba preparada. Yo sé parir, tú sabes nacer. Adelante.
Así llegó aproximadamente la media noche. Perdida. Descubriéndome. Asustada. Apaciguándome. Para qué resistirme, aquello era superior a mí. Como cuando quieres saltar una ola, lo mejor es mirarla de frente, verla acercarse y sumergirse debajo de ella justo antes de que choque contra tu cuerpo. Así fue. Así me zambullí. Así viajé, cada vez más hondo. Y de aquel abismo empezaba a emanar mi voz, un sonido desgarrado, profundo, tomar aire y otro.
Había leído muchas historias de partos, todas positivas. Y en mi tránsito reconocía parte del camino que aquellas poderosas mujeres anduvieron antes que yo y que generosamente narraron. Sentirme reconocida en sus relatos me bastaba para tranquilizarme y aunque seguíamos solos en casa yo no sentía miedo, incertidumbre, ni duda. Tampoco certeza o seguridad. Solo plena confianza en mi cuerpo, en ti, hija, en nuestra perfecta sintonía. No necesitaba visualizar ningún sendero, porque me sentía acompañada en él por todas las mujeres que en ese momento gemían como yo, por todas las mujeres que acababan de dar a luz y nos iluminaban con su preciosa aura, por todas las hembras y por todas las madres que parieron nuestro mundo y lo llenaron de vida.
Y vuelta a la realidad. A las sensaciones terrenales. Mareos, retortijones, ¡voy a vomitar!, quiero agua, sé que estoy transitando, necesito empujar, ¡de puntillas!, quiero arrodillarme, déjame gritar. Y con aquellos precisos sonidos supieron Cristina y Carmen que debían ponerse en camino. Recuerdo su entrada. Yo desnuda, de pie, agarrada al lavabo, mirándome en el espejo, ¡qué pelos!, y me veía guapa, sonreía, Cristina me abrazó, luego Carmen, estamos aquí, lo estás haciendo muy bien, tu bebé también, ven a la habitación, descansa un poco, ¡no, no! no me atrevo, quiero mi pequeño rincón, mi baño, quién lo hubiera dicho, retortijones de nuevo, olores, agua cálida surcando en forma de arroyo mi pierna, calor. Está lista la bañera, ¿quieres entrar? ¡Sí! Sus manos en mis brazos, sosteniéndome, caminamos, metí un pie, caliente, otro, qué gusto. Me arrodillé. A cuatro patas. De cuclillas. Lo más cerca del suelo por favor, necesito sentir la tierra, necesito sentir mi ancla porque me voy, me voy lejos y estoy empezando a temer que no sabré volver. Luces, sombras, mente adormecida, consciencia empañada, ¿es este el mundo parto? Me voy a morir, me duele, me quema. ¡Dadme una mano! Viene otra. No necesito empujar. Qué descanso. Toma, come. Toma, bebe. Ven, te voy a refrescar la frente. Dame la mano. Un masaje. Viene otra. Esta sí duele. Gimo, grito, aúllo y se me desvanece la voz. ¿Sientes al bebé bajar? Sí, o no, no lo sé, siento que me abro. Déjame escuchar su corazón. El bebé está bien. No me sueltes la mano, no te vayas. ¿Estás cómoda? ¿Por qué hay una toalla en el suelo? También hay cartón. Qué más da. Me palpo. Toco algo. No parece pelo. Creo que me estoy tocando a mí misma. Desconozco donde está el límite de mis entrañas. Me siento anclada al suelo y levito al mismo instante. A veces hasta siento que floto dentro de mí ser. ¿Quieres que pruebe yo a hacerte un tacto? ¡Sí por favor! Risas. Sí, es la cabeza del bebé. Toma, el espejo. Miro. La veo. Se asoma. Retrocede y se guarda. Como una tortuga, como un caracol. Lenta y cauta en su recorrido. No sé qué hora es. No sé dónde están mis acompañantes. Me retuerzo. Me estiro. Extiendo el brazo. Al otro lado encuentro una mano. La aprieto. Me aprieta. De quién es esta mano. No lo sé. Pero gracias, mano. Intensidad. Máxima. Absoluta. Aullido. Chillido. Voy a estallar. Me quema. ¿Me voy a morir? No. Calma. Quietud. Descanso. Sonrío. Estoy abierta en canal. No hay marcha atrás. Aquí. Ahora. Sonrío, sé que así me abro más. Empujo, sonriendo. No siento nada. Ha nacido la cabeza, dicen. ¿De verdad? ¡No me lo puedo creer! Siento reposo. Alivio. Tiempo para respirar, para recuperar. Empuja. Empujo y viene otra ola, recorre mi cuerpo y de él sale otro. Qué fácil. Qué rápido. Está resbaladizo. Está caliente. Me doy la vuelta. ¿Me dan la vuelta? No lo sé. Estoy en estado de shock. No siento nada. No sé si me muevo yo o me mueven ellas. Todo es luz. Me ciega. Toma. Mi bebé. Llora. Me siento. Al pecho. Deja de llorar. Titán. Me está lamiendo la cara. Le huele la cabecita. Le lame. Beso esa misma cabeza. Lloro. Río. No sé qué hago. Pero no puedo parar. Estoy conmocionada. Tengo espasmos. ¿Son de júbilo? Es tan fuerte que no puedo controlar mi emoción. Me traspasa. Mi cuerpo está aquí. Descansando, pero también recalculando. Mi mente se expande. Estoy estallando. Lo he logrado. Estoy viva. He vuelto. He regresado y lo he hecho contigo bebé. Contigo en mis brazos. Estoy viva. Estás viva. No me lo puedo creer. En realidad, estoy más viva que nunca. Me ilumino.
Naciste en luna menguante, a las 5:23 de la mañana de un lunes 10 de mayo de 2021. Exactamente 100 años después que tu bisabuela, y tal y como predijo tu tía, serías también niña. A la mar le había dado tiempo de volver a llenarse de madrugada y de vaciarse al amanecer. Llegaste con la pleamar de la noche, para dejar, a tu paso, una mar en calma, una bajamar sosegada y plácida.
Carmen nos regaló dos fotos de la playa que así lo atestiguaban. Ese detalle me hizo llorar. Qué suerte la nuestra. Un rato antes aullaba a nuestro lado, me acariciaba la frente, me refrescaba la cara y me masajeaba la espalda. Y ahora, ahora salía a contemplar tu amanecer y a traérnoslo grabado en una serie de instantáneas. Mientras, Cristina seguía velando por nuestra salud, por nuestro bienestar, desde la distancia, desde el silencio, desde la observación. Ofreciéndome su mano, poniendo a nuestra disposición todo su saber, preparando el mejor desayuno de mi vida, realizando bellas impresiones de nuestra placenta, celebrando sonriente aquel triunfo tan de ella como nuestro. Y tu padre. Mejor que te lo cuente él. Pero creo que fue enormemente feliz. Y lo soy yo cada vez que me percato, una y otra vez, de que escogí al mejor compañero de viaje que podía tener. Mi saco de belleza, de gratitud, está más lleno desde entonces. Infinitas gracias, a los tres, por cuidarnos y querernos tan bellamente.
Ya está. Has nacido hija. Doce horas antes observábamos expectantes la orilla del mar y el vaivén de sus espumas. Y, ahora, ahora ya somos padres, padres tuyos, preciosa criatura que ha venido con el mar, cabalgando sobre sus olas. Bienvenida al mundo, que ya nunca volverá a ser el mismo para nosotros, niña.
Siento paz, mucha paz. También regocijo. Qué droga. Quiero volver a hacer esto otra vez. A mi alrededor se ríen, cómplices. Y yo quiero reír también, pero el llanto no me lo permite. O quizá quiera llorar pero es la risa la que me lo impide. Qué más da.
Jamás he estado tan viva.
Siento profunda gratitud. Qué fortuna.